martes, 18 de diciembre de 2012

Diego A. Manrique: Rodando por inercia

¿Son los Stones una genuina banda de rock & roll o cuatro accionistas que controlan una marca mágica?. Diego A. Manrique nos da su opinión sobre la última gira del grupo



“Estarás contento”, me suelta el quiosquero: “¡Vuelven los Rolling!”. La chica de la farmacia es bastante más práctica: “¿Vas a verlos en Londres o en Nueva York?”. Mejor me callo... Tampoco quiero pararme a explicarles las razones por las que los actuales Rolling Stones ya no significan nada.

Dudo siquiera de que hoy se les pueda considerar una genuina banda de rock ‘n’ roll. Son esencialmente cuatro accionistas que controlan una marca mágica; unos empresarios a los que se les pide un esfuerzo extra para celebrar su medio siglo. Por iniciativa propia, dudo que ellos hubieran vuelto a la carretera; al menos, dos de ellos se sienten ridículos en la pista del circo.

Pero se deben a un plan de negocio, plasmado en el contrato con la última distribuidora discográfica (Universal). Un buen amigo suyo, Gay Mercader, me explicó que el actual recopilatorio, Grrr!, estaba pactado desde 2008, con una cláusula que especificaba el mínimo de temas frescos que debían aportar.

Unos conciertos hipermediáticos ayudarán al lanzamiento.

Sospecho que ya no comparten ninguna ilusión creativa. Aparte de SuperHeavy, el supergrupo jet set en que participó Mick Jagger, no se puede decir que generen proyectos musicales ambiciosos. Charlie Watts sacó otro de esos directos con su banda jazzera y Ronnie su I Feel Like Playing. Hasta el supuesto Corazón Rockero del grupo, Keith Richards, luce desmotivado: no pasa de participar en homenajes rituales a históricos tipo Les Paul o delirar un rato con Lee Perry.

¿Podría ser de otra manera? Prescindamos de Doom and Gloom y One Last Shot, las novedades que aportan a Grrr!, que suenan bien pero que son Stones genéricos. Cuando se olvidan de exigencias contractuales y del peso de su imagen, resurge la vibra de unos músicos sabios: Lo mejor de los últimos años es su versión del Watching the River Flow dylaniano, en el disco del pianista Ben Waters, Boogie for Stu. En un universo paralelo, habría que encerrarles en una isla sin internet ni cobertura de móvil, pero con estudio de grabación; si aguantan un mes allí, recordando lo que les unió, tocando puramente por placer, les podría salir un disco honrado y emocionante.

Recursos no les faltan. Recuerden su último álbum con canciones nuevas, A Bigger Bang (2005). Era musicalmente potente, aunque fallaran los textos: Jagger ejerce de supercínico y sonaba a parodia aquella crítica contra la sweet neo-con, supuestamente pensada de partida como mensaje para Condoleezza Rice. No es creíble cuando se pone en el papel de indignado. Y te preguntas si había algo más que lascivia en Sweet Black Angel, cuando cantaba a Angela Davis, aquella comunista con peinado afro.

Atención, no sugiero que Mick vaya a decepcionar en esos conciertos. Son muchos los músicos que han presenciado boquiabiertos su metamorfosis en el camerino: puede mostrarse frívolo, apático, arrugadillo… pero dale un micro y se transforma en un demonio, una putilla que se pavonea, un insolente amo del universo, el Ronaldo del escenario.

Pocas dudas de que, una vez enchufados, saldrá un concierto correcto. Han superado etapas descacharradas, cuando Keef andaba perdido por la junkosfera, pero les mueve un cierto pundonor.

Se refrescan tocando algo reciente, cambiando levemente los repertorios. No escatiman en ensayos: saben que son una máquina oxidada, de combustión lenta. Están conscientes de que los medios van a observarlos con el cuchillo afilado: muchos desean una debacle en la cumbre.

Insisto: tampoco pasaría nada si no tocaran nunca más. Su legado es inmenso y poco pueden añadirle ahora. En 2012, el fenómeno Rolling Stones Live se parece más a un partido de exhibición, una gira papal, una alucinación colectiva. Un montaje de luz y sonido para unos fans económicamente solventes, empeñados en celebrar una fantasía –de libertad, coraje, desafío- que murió hace décadas.

Este texto ha sido escrito por Diego A. Manrique para la revista ROLLING STONE

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